Debido a la aceleración de nuestra época, se ha tendido a utilizar el lenguaje como mero instrumento de información. Esta noción del lenguaje es tan obvia que apenas percibimos su misterioso poder. La relación del hombre con el lenguaje está «experimentando una transformación cuyas consecuencias aún no estamos preparados para afrontar» y no podrá ser interrumpida por acciones directas. En la vida cotidiana el lenguaje sería simple información, y así lo usaríamos a diario. «Hay, sin embargo, otro tipo de relaciones además de las ordinarias. Goethe denomina este tipo de relaciones como profundas, y acerca del lenguaje dice que en la vida cotidiana nos conformamos con un uso precario del lenguaje porque sólo nos referimos a relaciones superficiales, pero en la medida en que se trata de relaciones profundas, interviene otro tipo de lenguaje: el poético».
Acabo de resumir una intervención de Heidegger en la televisión alemana en la que nos invita a colocarnos más allá de las obviedades. Es obvio que el lenguaje sirve para informar, pero también para emocionar, convencer, agredir, disuadir, bendecir, maldecir, ayudar, invocar, rezar, razonar, torturar, e incluso matar. Se me objetará que en los últimos tiempos el lenguaje sirve sobre todo para desinformar. Sí, pero esa desinformación es también una información sobre el estado de la mentira en nuestra sociedad. De la reflexión heideggeriana me inquieta cuando afirma que no estamos preparados para afrontar el lenguaje como simple vehículo de información. ¿Por qué? Quizá porque nos habían preparado para usarlo de forma más maleable y variada. Por ejemplo, podíamos utilizarlo para dar calor, incluso calor tribal, y usar el lenguaje como simple vehículo de información es una operación fría y despersonalizada, que ni crea intimidad ni crea sociedad.
Pero pensemos, ¿qué consecuencias puede traer el reducir el lenguaje a mera información? Las estamos viendo: la primera es el empobrecimiento general de los lenguajes, de todos los lenguajes, los hablados y los escritos. Cuando el lenguaje únicamente informa, está obligado a ceñirse a los hechos y a los datos, y prescindir de lo demás. El sometimiento a la información mata las raíces más vivas del lenguaje, lo instrumentaliza, lo limita y lo condena a nadar en aguas siempre superficiales. Desde los años sesenta del siglo pasado hemos ido pasando de la cultura de la reflexión a la cultura de la información, y de la cultura de la información a la cultura del comentario. Cuando desaparece la información brotan por doquier los comentarios, algunos delirantes, otros acertados, si bien es difícil calibrarlos, pues muchas veces son juegos sin árbitro donde impera la ley de la selva y la superficialidad agresiva y canallesca.
Y respecto al lenguaje poético o lenguaje de la profundidad, conviene añadir que tanto Goethe como Heidegger incluirían en él el verbo de no pocos filósofos. En nuestra época, la gente de las redes confunde la poesía con la cursilería. Piensan que el lenguaje poético consiste en el empleo de palabras supuestamente poéticas cuando en realidad la poesía consiste en hacer textos densos, donde la carga de sentido excede las fronteras del lenguaje. Evidentemente, nos hallamos a años luz de los lenguajes de la profundidad. Nos posee la banalidad y el cinismo y no estamos preparados para ninguno de los cambios que van jalonando la senda ciega de la historia. Heidegger se asombraría de que también la cultura de la información esté quedando atrás en beneficio de la cultura de los comentarios, que según la visión de Goethe sería la forma más superficial de usar el lenguaje, al reducirlo al grado cero de la densidad y al grado cero del pensamiento.
Me he pasado media vida preguntándome por qué nos estábamos perdiendo. Si creemos que Goethe acertó en su visión del lenguaje de la profundidad, forzoso sería pensar que la reducción del lenguaje a mero vehículo de informatización implicaría reducir el pensamiento a pura nadería, y rebajar la información a un mero comentar sería ya la implantación real y global del grado cero del pensamiento.
«Se tiende a pensar en nuestros días que la razón es una ilusión y que la historia es una construcción interesada»
Todo lo que acabo de decir parece una tragedia y quizá lo es. Varios filósofos de nuestro tiempo aseguran que volvemos al espacio de la tragedia, que sería también el espacio de los mitos y las emociones desgarradoras, quiero decir: las emociones que nos rompen en lugar de unificarnos. El caos tiene ahora mucho espacio para sus esparcimientos, y junto a la confusión establece un juego peligroso, que conduce a un pozo sin fondo. Tiene que surgir un pensamiento que ilumine este momento. Intuyo que ya se está gestando en algunos cerebros y va a ser un pensamiento casi despojado de pasado, pues está condenado a surgir desde el grado cero del pensamiento, donde ahora mismo estamos, y además está obligado a situarse por delante de todas las ideologías y seudoideologías del presente, tanto las activas como las reactivas, que ahora conforman un miasma purulento. Desde ese atolladero va a tener que elevarse el pensamiento y construir la visión que tendría que dar un nuevo sentido a la condición humana; una visión que partiría prácticamente de la nada, pues el relato histórico y filosófico de nuestro pasado se está desmoronando, y ya vemos sus ruinas hasta en Francia, patria del universalismo humanista y de los derechos humanos.
La deconstrucción ha sido la aliada intelectual de este proceso de demolición, sin olvidar que la deconstrucción no es un invento de Nietzsche, Heidegger y Derrida, más bien sería una fase de la cultura: la fase del desengaño extremo y de las cartas sobre la mesa. Se tiende a pensar en nuestros días que la razón es una ilusión escamoteadora y que la historia es una ficción, una manipulación y una construcción interesada. ¿A dónde nos lleva eso? Al grado cero del pensamiento. Desde ese lugar de la ofuscación y del miedo, muy parecido a la ignorancia patológica, va a tener que surgir el nuevo pensamiento: desde ese lugar de la desnudez y la orfandad tendrá que superar el desencanto, y el pudridero semántico que nos tiene estancados, y la corrupción de los conceptos, y la conversión de la cultura en una fosa de sinsentidos y en una poza de detritus ideológicos.
Dicho de otra manera: el nuevo pensamiento ha de colocarse por delante de los sofismas de la deconstrucción, o para ser más exactos y también más heideggerianos, ha de destruir la Destruktion, ubicándose más allá de la dialéctica del amo y el esclavo, por encima de las fuerzas activas y reactivas que envenenan y debilitan la vida, por encima de la dominación y la subordinación. No le va a ser fácil alzar las alas a este nuevo logos desbloqueador y liberador, a no ser que pensemos, como pensaba Hegel, que la lechuza de la lucidez emprende su vuelo al atardecer, y en ese atardecer estamos, pero sin el amparo de los dioses y con la vida gravitando en una dimensión vacía.
«He aquí que he tocado el otoño de las ideas» —decía Baudelaire—, «y habrá que usar los rastrillos y la pala/ para juntar las tierras que quedaron inundadas,/ donde el agua cava hoyos grandes como tumbas». Eso es justamente lo que hay que hacer, ahora que vemos ante nosotros un otoño de las ideas bastante más definitivo que el que conoció Baudelaire.